Leyenda - El Pozo

EL POZO

Era un día radiante de un mes de marzo lejano y me encontraba de paseo por las montañas de Castelldefels. Rodeado por la extraña combinación de árboles y torres de alta tensión, mi mente deambulaba libremente de pensamiento en pensamiento. 

Mis pies me llevaron a un cruce, harto conocido por todos los pueblerinos del lugar, y un pozo metálico. Me agazapé a fin de agarrar una piedra pequeña. Lanzar piedrecitas al pozo producía un ruido peculiar. Una sinfonía metálica. Era costumbre ya, entre vecinos y excursionistas, esperar las celestiales notas que producía el pozo al devorar piedra tras piedra. 

Un anciano, enjuto y simpático, me interceptó en ese momento. Parecía salir de la nada, como de las mismas sombras o de las ramas de los árboles. Lo que me contó el viejo queda plasmado aquí, para que un servidor no se olvide, como muestra de veracidad. Queda en manos del lector creer o no dicha historia.

I

Tiempo hace ya, cuando el pueblo era poco más que un grande pinar, la gente de estos lares venía aquí a por agua. Mujeres y críos se reunían a diario donde el Torrente de las Comas se unía al Arroyo de Canyars. Cerca de este cruce se encontraba este pozo sin nombre. Un agujero sin fin. Por aquel entonces los críos ya lanzaban piedras al pozo. A la vera del río, el pozo carecía de función principal. No era más que un basurero. 

Antaño no producía música para nuestros oídos. Las piedras producían un golpe tosco y sucio. Un golpe seco similar al de golpear un saco de trigo. Las gentes del pueblo decían que el pozo era el hogar de duendes o espíritus de las tierras. Tan populares eran tales historias que un grupo de jóvenes decidieron visitar el pozo de noche. Sus madres no estarían allí para juzgar lo que debían o no hacer. Libertad total. 

Y al caer la noche los jóvenes acudieron al lugar. Tres muchachos guiados por la débil luz de un farol viejo. Seguían la dirección del arroyo Seco; directos hacia el cruce. El silencio y la oscuridad los abrazaba gentilmente, y solo la suave luz del farol les protegía del miedo. 

Los árboles, con un vaivén hipnótico, bailaban al son del viento e impulsaban a los críos hacia el pozo. El aire les guiaba, acariciando sus mejillas y susurrando bellas palabras. 

II

Un festín mágico esperaba a los tres muchachos en el cruce. Criaturas pequeñas y verdes danzaban al son de la música del bosque. La naturaleza parecía florecer con cada baile e irradiaba un brillo peculiar que iluminaba la fiesta. Las criaturas se percataron de la presencia de los chiquillos y los invitaron a bailar. 

Pasaron horas bailando, cantando y riendo. Las criaturas, que decían ser duendes, invitaron a los muchachos a un grandioso banquete. Sentados sobre un majestuoso tronco, empezó un desfile de platos y manjares que jamás antes habían soñado. Todas las penas y problemas se desvanecían con la charla de los duendes. Y, por si no fuese poco, la comida y bebida acompañaban de maravilla. 

Los muchachos empezaron a bostezar. El sueño parecía acariciar a los chicos, que empezaban a cerrar sus ojitos. Los duendes, que percibieron ese detalle, ofrecieron sus hogares y sus posadas a los críos. Tan convincentes sonaban sus palabras que los muchachos accedieron. Se acercaron al pozo y los duendes espetaron palabras mágicas, sonidos similares a los de un arbusto moviéndose. El pozo se convirtió, de pronto, en una escotilla de bella madera. Uno a uno fueron entrando, descendiendo por escaleras verdes hacia una luz dorada y acogedora. 

Entre fiestas y risas las figuras del bosque se desvanecieron en las profundidades de la tierra. Y, tanto las criaturas como los niños, fueron a reposar.

III

El pueblo no volvió a ver a esos niños. En los días venideros, familiares y vecinos del pueblo iniciaron una búsqueda por la montaña. Solo hallaron un viejo farol cerca del pozo. Se ofició, pues, una misa en honor de los chiquillos y el pueblo pasó su tiempo de luto. El miedo reinaba en las calles. Las mujeres del pueblo dejaron de acudir al río a por agua, y la muchachada ya no salía a jugar cerca del pozo.

Primero, el populacho habló de bandidos en las montañas. La gente del pueblo descartó esa opción, pues incluso un bandido tenía corazón suficiente como para no arrebatar almas inocentes. Luego hablaron de hadas y duendes, pero no les pareció plausible. 

Así, fueron descartando hipótesis hasta llegar a demonios y malos espíritus. Debía de ser un diablo que, en lo más profundo del pozo, había agarrado a los niños y los había devorado. Solo un ser malvado, fruto de desdichas desconocidas, podía hacer desaparecer a esos críos. El pueblo se convenció de ello.

A fin de contener al mismo diablo, el párroco de la iglesia mandó a uno de los más expertos herreros del pueblo la siguiente tarea: fundir una de las cruces de la parroquia de Santa María y convertirla en una tapa para el pozo maldito. El herrero así lo hizo, y al cabo de unos días la prisión se hallaba preparada. Una vez tapiado el pozo, el diablo quedó encerrado para siempre.

Desde ese día, del cual hace mucho tiempo ya, no ha vuelto a ocurrir desgracia alguna en el bosque. La gente, que se cruza con el pozo en sus paseos por la montaña, lanza piedras por la boca del pozo. Y si uno aguarda unos segundos, un timbre agudo y agónico sube por las paredes de la tapa de metal. Ese grito suena a magia, suena como las dulces notas de un piano. 

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