Meditación - La muerte de A.H.

 —Ha muerto sin dolor —murmuró I.— Este muchacho no tenía fuerza para vivir. Era un epicúreo, un aristócrata, aunque él no lo creía. 
—Pero había en él algo de precursor —murmuró el otro médico.

Con estas líneas, o unas similares a ellas, el Autor cerraba la novela y, con ella, el trabajo de muchos meses y sudores. Era una línea mordaz, violenta y dura para el lector. 

La línea suponía más que el fin de una novela. Era el fin de una vida; la muerte del protagonista, la muerte de un narrador en un universo en el que nos habíamos convertido en habitantes. El Autor asesinaba al protagonista y, al mismo tiempo, lo mantenía conservado en formol. No veríamos más ese Madrid del siglo pasado, no lo veríamos desde ese personaje y perspectiva, por lo menos. No habría otro Madrid igual, sólo meras ciudades alternativas. Podemos observar una fotografía de Madrid en el año 1898, como la que adjunto, claro. Estas ciudades alternativas (reales o no, escritas, fotografiadas...) a veces coincidirían en pequeños detalles, como las calles, las gentes, las habladurías... Pero no suponía lo mismo, había algo distinto. No todas ellas tendrían el mismo sentimiento triste, sucio, lleno de barullo. No todas tendrían ese realismo. Todas esas vidas cesarían al instante después de su muerte, aunque podemos realizar el esfuerzo de imaginar que el resto de personajes viven y realmente la vida sigue adelante, no es lo mismo. La realidad es esta: una vez muere el narrador, el mundo se detiene. Esto también se aplica a nosotros. Del mismo modo que esta entrada de blog muere al dejar de ser leída, también muere nuestro entorno y nuestro mundo cuando dejamos de observarlo. ¿Qué es la vida del hombre si no un relato contado por los demás? Aún así, es una inmortalidad que se encuentra dentro de un periodo temporal...es inmortal en esos relatos, pero no más allá de ellos. Puro relato, con sus desvaríos y cambios en cada repetición.

Por todo ello, la muerte del protagonista, ocasionada por esa jeringuilla de morfina (cual Sócrates con su cicuta), cierra el relato de su vida pero no cierra su inmortalidad ni ese relato en el tiempo. Gracias a esta inmortalidad yo, un joven de 24 años de 2020, he podido disfrutar de una novela de 1911. Para mí,  puedo afirmar, su protagonista vivía hace apenas unos días. 

Pese a sus preocupaciones, no encontró el sentido de la vida. Se dedicó a observar a los demás durante todo su trayecto vital. Todos los demás parecían tener distintas metas. Para unos era el dinero, para otros el vicio y para otros la ignorancia. Él desconocía el propósito de todo aquello y, quizá, debemos culpar por ello a Schopenhauer y a Kant. Ellos eran sus principales motores, sus pilares éticos y epistemológicos. Aún recuerdo con cariño esa conversación del protagonista en la que, hablando con su tío, discutían en la terracita del piso sobre ética, filosofía y demás cosas... Quizá realmente lo sano era desconocer, buscar la ignorancia. Todo ese relato, ese viaje que recorre el lector junto al protagonista, sigue totalmente vigente. Pese a existir una diferencia de 100 años (o 120 si me apuras) entre protagonista y lector, aún podemos cogerle cariño, estar de acuerdo o en contra, reír, empatizar... ¿No es maravilloso todo ello? Ciertamente existe vida en la literatura, y es maravilloso encontrarla.

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Os dejo con esta reflexión, un tanto breve, sobre El Árbol de la Ciencia de Pío Baroja. Después de leer la vida de Andrés Hurtado quise realizar algo para plasmar mi memoria y también este sentimiento que tiene uno cuando le abandona un personaje. Terminé la novela en un trayecto en tren, rodeado de gente, y se me escapó una pequeña lagrimita. Andrés murió, pero Baroja siguió adelante con un camino distinto... Dicho esto, os invito a leer la novela si es que no lo habéis hecho aún.

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